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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[1567] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA PASTORAL FAMILIAR, EN CIERTO SENTIDO QUINTAESENCIA DE LA ACTIVIDAD DE LOS SACERDOTES

De la Carta Ci incontriamo, a los Sacerdotes, con motivo del Jueves Santo, 13 marzo 1994

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2. Hoy queridos hermanos, deseo entregaros idealmente la carta que he dirigido a las familias en el año dedicado a ellas. Considero una circunstancia providencial que la Organización de las Naciones Unidas haya proclamado el 1994 como Año internacional de la familia. La Iglesia, al contemplar el misterio de la Sagrada Familia de Nazaret, participa en esta iniciativa, encontrando en ella una ocasión propicia para anunciar el “evangelio de la familia”. Cristo lo proclama con su vida oculta en Nazaret, en el seno de la Sagrada Familia. Este evangelio fue anunciado después por la Iglesia apostólica, como vemos en el Nuevo Testamento y más tarde fue testimoniado por la Iglesia postapostólica, de la cual hemos heredado la costumbre de considerar la familia como “iglesia doméstica”.

En nuestro siglo, el “evangelio de la familia” es presentado por la Iglesia a través de tantos sacerdotes, párrocos, confesores y obispos; en particular, por medio del Sucesor de Pedro. Casi todos mis predecesores han dedicado a la familia una parte significativa de su “magisterio petrino”. Además, el concilio Vaticano II ha expresado su amor por la institución familiar a través de la constitución pastoral Gaudium et spes, en la que ha reafirmado la necesidad de defender la dignidad del matrimonio y de la familia en el mundo contemporáneo.

El Sínodo de los obispos de 1980 es el origen de la exhortación apostólica Familiaris consortio, que puede considerarse la carta magna de la pastoral de la familia. Las dificultades del mundo contemporáneo, y especialmente de la familia, afrontadas con valentía por Pablo VI en la encíclica Humanae vitae, exigían una visión global sobre la familia humana y sobre la “iglesia doméstica” en la sociedad actual. La exhortación apostólica se ha propuesto precisamente esto. Ha sido necesario elaborar nuevos métodos de acción pastoral según las exigencias de la familia contemporánea. En síntesis, se podría decir que la solicitud por la familia, y en particular por los cónyuges, los niños, los jóvenes y los adultos, exige ante todo de nosotros, sacerdotes y confesores, el descubrimiento y la constante promoción del apostolado de los laicos en ese ámbito. La pastoral familiar –lo sé por mi experiencia personal– constituye en cierto modo la quinta esencia de la actividad de los sacerdotes a cualquier nivel. De todo esto habla la Familiaris consortio. La Carta a las familias no hace más que recoger y actualizar este patrimonio de la Iglesia postconciliar.

Deseo que esa carta sea útil a las familias en la Iglesia y fuera de la Iglesia; que os ayude a vosotros, queridos sacerdotes, en vuestro ministerio pastoral dedicado a las familias. Es similar a la Carta a los jóvenes, de 1985, con la que se inició una gran animación apostólica y pastoral de los jóvenes en todo el mundo. De este movimiento son expresión las Jornadas mundiales de la juventud, celebradas en las parroquias, en las diócesis y a nivel de toda la Iglesia, como la llevada a cabo recientemente en Denver, en los Estados Unidos.

Esa Carta a las familias es más amplia. En efecto la problemática de la familia es universal y más compleja. Al preparar su texto, me he convencido, una vez más, de que el magisterio del concilio Vaticano II, y en particular la constitución pastoral Gaudium et spes, es una rica fuente de pensamiento y de vida cristiana. Espero que esa carta, inspirada en la enseñanza conciliar, constituya para vosotros una ayuda no menor que para todas las familias de buena voluntad, a las que va dirigida.

Para una correcta comprensión de ese texto convendrá volver a aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles donde se dice que las primeras comunidades “acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). La Carta a las familias no es tanto un tratado doctrinal, sino más bien una preparación y exhortación a la oración con las familias y por las familias. Éste es el primer cometido mediante el cual vosotros, queridos hermanos, podéis iniciar o desarrollar la pastoral y el apostolado de las familias en vuestras comunidades parroquiales. Ante la pregunta “¿cómo realizar los objetivos del Año de la familia?”, la exhortación a la oración, contenida en la Carta, os indica en cierto modo el camino más sencillo que conviene seguir. Jesús dijo a los Apóstoles: “separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Por tanto, está claro que debemos “contar con él”; es decir, de rodillas y en oración. “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Las palabras de Cristo deben traducirse en cada comunidad mediante iniciativas concretas. A partir de estas palabras se puede elaborar un buen programa pastoral, aun con gran escasez de medios.

¡Cuántas familias rezan en el mundo! Rezan los niños, a los cuales pertenece, en primer lugar, el reino de los cielos (cf. Mt 18, 2-5); gracias a ellos rezan no solamente las madres, sino también los padres, volviendo a veces a la práctica religiosa de la que se habían alejado. ¿Acaso no se experimenta esto con ocasión de la primera comunión? ¿Y no se advierte, quizás cómo aumenta el fervor espiritual de los jóvenes y no sólo de ellos, con ocasión de peregrinaciones a santuarios? Los antiquísimos itinerarios de peregrinación en Oriente y Occidente –comenzando por los que llevan a Jerusalén, Roma, y Santiago de Compostela, y siguiendo por los que van a los santuarios marianos de Lourdes, Fátima, Jasna Góra y otros muchos– han sido a lo largo de los siglos una ocasión para que multitud de creyentes y también numerosas familias descubrieran a la Iglesia. El Año de la familia debe consolidar, acrecentar y enriquecer esta experiencia. Que lo tengan en cuenta todos los pastores y todos los organismos responsables de la pastoral familiar, de acuerdo con el Consejo pontificio para la familia, encargado de este ámbito a nivel de Iglesia universal. Como es sabido, el presidente de dicho Consejo inauguró en Nazaret el Año de la familia, en la solemnidad de la Sagrada Familia, el 26 de diciembre de 1993.

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3. “Acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Según la constitución Lumen gentium, la Iglesia es la “casa de Dios (cf. 1 Tm 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (cf. Ap 21, 3)” (n. 6). De esta manera, el Concilio recuerda la imagen “casa de Dios”, entre otras tantas imágenes bíblicas, para presentar la Iglesia. Por otra parte, dicha imagen está incluida de alguna manera en todas las demás; está presente también en la analogía paulina del cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12, 13. 27; Rm 12, 5), mencionada por Pío XII en su histórica encíclica Mystici corporis, pertenece igualmente al ámbito del pueblo de Dios, según el Concilio. El Año de la familia es para todos nosotros una llamada a hacer que la Iglesia sea todavía más “casa en la que habita la familia de Dios”.

Es una llamada, una invitación, que puede resultar extraordinariamente fecunda para la evangelización del mundo contemporáneo. Como he escrito en la Carta a las familias, la dimensión fundamental de la existencia humana, constituida por la familia, está amenazada seriamente en diversas partes por la civilización contemporánea (cf. n. 13). Y sin embargo, este “ser familia” de la vida humana representa un gran bien para el hombre. La Iglesia desea servirlo. El Año de la familia constituye, por tanto, una ocasión significativa para renovar el “ser familia”, de la Iglesia en sus diversos ámbitos.

Queridos hermanos en el sacerdocio, cada uno de vosotros encontrará seguramente en la oración la luz necesaria para saber cómo poner en práctica todo esto; vosotros, en vuestras parroquias y en los diversos campos de trabajo evangélico; los obispos en sus diócesis; la Sede Apostólica, respecto de la Curia romana, siguiendo la constitución apostólica Pastor bonus.

La Iglesia, conforme a la voluntad de Cristo, se esfuerza en ser cada vez más “familia”, y la labor de la Sede Apostólica se orienta a favorecer este crecimiento. Lo saben bien los obispos, que vienen en visita ad limina Apostolorum. Sus visitas, tanto al Papa como a los dicasterios, aun cumpliendo lo prescrito por la ley canónica, pierden cada vez más el antiguo sabor jurídico-administrativo. Se constata de manera creciente un clima de “intercambio de dones”, según la enseñanza de la constitución Lumen gentium (cf. n. 13). Los hermanos en el episcopado con frecuencia dan testimonio de ello durante nuestros encuentros.

En esta circunstancia deseo referirme al Directorio preparado por la Congregación para el clero, que será entregado a los obispos, a los Consejos presbiterales y a todos los sacerdotes. Ese Directorio contribuirá ciertamente a la renovación de su vida y de su ministerio.

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4. La llamada a la oración con las familias y por las familias, queridos hermanos, implica a cada uno de vosotros de manera muy personal. Debemos la vida a nuestros padres y con ellos tenemos una deuda constante de gratitud. Con ellos, tanto si viven como si ya pasaron a la eternidad, estamos unidos por un estrecho vínculo que el tiempo no puede destruir. Aunque debemos a Dios nuestra vocación, también ellos han desempeñado un papel significativo. La decisión de un hijo de dedicarse al ministerio sacerdotal, especialmente en tierras de misión, constituye un sacrificio no pequeño para los padres. Así fue también para nuestros seres queridos, los cuales, sin embargo, ofrecieron a Dios sus sentimientos, dejándose guiar por su fe profunda, y nos acompañaron luego con la oración, como hizo María con Jesús, cuando dejó la casa de Nazaret para emprender su misión mesiánica.

¡Qué experiencia para cada uno de nosotros, y también para nuestros padres, para nuestros hermanos y hermanas y demás seres queridos, el día de la primera misa! ¡Qué acontecimiento para la parroquia en la que fuimos bautizados y para los ambientes que nos vieron crecer! Cada nueva vocación hace que la parroquia sea consciente de la fecundidad de su maternidad espiritual; cuanto más frecuentemente sucede esto, tanto más grande es el estímulo para los demás. Cada sacerdote puede decir de sí mismo: soy deudor de Dios y de los hombres. Son numerosas las personas que nos han acompañado con el corazón y con la plegaria, así como son numerosas las que acompañan con el recuerdo y la oración mi ministerio en la Sede de Pedro. Esta gran solidaridad orante es para mí una gran fuerza. Sí, los hombres ponen su confianza en nuestra vocación al servicio de Dios. La Iglesia ora constantemente por las nuevas vocaciones sacerdotales; se alegra por su aumento; se entristece por su escasez en algunos lugares; así como se entristece por la poca generosidad de muchas personas.

[DP-31 (1994), 69-70]